El capital financiero ha representado en los últimos cuarenta años el centro neurálgico de la actividad económica global. No obstante, el desempeño económico internacional ha impacto en la instauración de dos procesos entrelazados que, de manera contundente, cuestionan la estabilidad y bienestar de la mayoría de la población alrededor del mundo: a) el desempleo; y b) la desigualdad.
Siguiendo el informe World employment and social Outlook Trends publicado por la Organización Internacional del Trabajo en enero de 2018, el pronóstico anual de desempleo alcanzará la descomunal cifra de 192 millones de personas, de las cuales el 83% pertenecen al mundo emergente y en vías de desarrollo. Más aun, 1,409 millones de personas, 18% de la población mundial, realizarán actividades laborales bajo contextos de precariedad y vulnerabilidad (en el entendido que la vulnerabilidad consiste en el trabajo por cuenta propia y empleo familiar no remunerado en condiciones restringidas).
Por otro lado, el reporte “Premiar el trabajo, no la riqueza”, elaborado por la organización no gubernamental Oxfam muestra que en 2017 cada dos días se agregó un nuevo personaje a la lista de los grandes millonarios. Esto implica que en la actualidad existan 2,043 multimillonarios (el 90% son varones, cabe destacar) los cuales poseen ingresos que permitirían erradicar la pobreza extrema con únicamente el 15% del total.
Tales casos, que resultan crónicos en el desempeño de las condiciones societales y económicas en diferentes regiones del planeta, obligan a enunciar aproximaciones que expliciten las transformaciones económicas que han imperado en las últimas décadas, las cuales tienden a masificarse a nivel regional latinoamericano y en el contexto internacional. Así, un proceso relevante se colocó en los años setenta del siglo XX.
Posterior al gran colapso de los años treinta, la estrategia económica de los países “desarrollados”, seguida por las naciones “en vías de desarrollo”, se centró en la elaboración y comercialización de productos industriales que fomentaban niveles estables de inversión, empleo y salario. Pese a la “pausa” de la Segunda Guerra Mundial, los países impulsaron un círculo virtuoso en el campo económico de la mano de políticas intervencionistas gubernamentales que fomentaban el consumo creciente de bienes básicos por parte de la clase trabajadora, así como la compra-venta de maquinaria y tecnología avanzada adquirida por la élite empresarial que impulsaba innovaciones de productos y procesos organizativos del trabajo. La idea era invertir para producir, producir para vender.
No obstante, la dinámica del Estado interventor como la institucionalidad par excellence que garantizaba prestaciones sociales a la clase trabajadora a través del uso expansivo del gasto público (política fiscal), acceso al crédito para el consumo de bienes duraderos (política crediticia) y un entorno de bajas tasas de interés (política monetaria), fue contrarrestada de manera sustancial en los años setenta, pese a los impactos positivos en la inversión, tasa de empleo y flujo del comercio internacional.
En un contexto de desarticulación de la paridad cambiaria dólar-oro, que significó el fin de los acuerdos monetarios de Bretton Woods, grandes bancos, empresas financieras de alcance mundial y corporaciones industriales transnacionales traspasaron su interés de las inversiones de largo plazo, a la obtención de ganancias en plazos reducidos de tiempo. ¿Cómo lograr tal cometido?
Se ha impulsado una tendencia que desplaza la acumulación en el campo productivo de la economía, esto es, inversiones en la industria, agricultura, construcción, etc., hacia la obtención de dividendos, intereses, ganancias, producto del papel del crédito e instrumentos que administran los mercados financieros, en un contexto de apertura de las relaciones comerciales y de desregulación de los sistemas financieros, cuya contrapartida presenta altos niveles de fragilidad, inestabilidad y especulación financiera. Sin duda, lo anterior propicia por un lado, la multiplicación de crisis económicas alrededor del mundo (para el caso de latinoamericano véase a México en 1994; Brasil, 1999; Argentina 2001; sin dejar de mencionar el impacto comercial mundial en 2009), así como la concentración de grandes ganancias financieras. La prensa especializada reportó en 2017 que de las 100 economías más poderosas del mundo, 69 son empresas, entre las que destacan Apple, Google, Amazon, General Electric, Wal-Mart, las cuales presentan altos índices de captación en Bolsa.
La irrupción del capital financiero asume el crecimiento del mercado mundial, la expansión de los mercados financieros internacionales, la interpenetración en ascenso de las economías a través de la inversión extranjera, el uso expansivo del crédito. En términos del economista estadounidense Thomas Palley (2007), se reproduce un proceso de financiarización en el que mercados, instituciones y élites financieras obtienen una mayor influencia en las políticas económicas internacionales, que transforman el funcionamiento de los sistemas micro y macroeconómicos en términos de 1) una mayor preponderancia del sector financiero sobre el sector real; y 2) el aumento de la desigualdad de los ingresos, que contribuye al estancamiento salarial.
Por tanto, la financiarización remite a una trayectoria cualitativa que asume, en palabras del economista mexicano Arturo Guillén, una transformación sistémica comandada preponderantemente por las economías avanzadas, que articulan cambios en la conducta de las empresas no financieras, bancos y hogares con la intención de consolidar un emergente patrón de acumulación que conlleva el proceso de formación de la ganancia.
En suma, ¿esto significa que el proceso de concentración y centralización del capital financiero estimula la formación de una súper-élite que aglutina ingresos, en contraste con la situación precaria y de alto endeudamiento del cual es presa el trabajador común?