La primera reunión del Foro Económico Mundial en más de dos años fue marcadamente diferente de las muchas conferencias previas de Davos a las que asistí desde 1995. No se trató simplemente de que la nieve brillante y los cielos despejados de enero fueran remplazados por pistas de esquí vacías y una llovizna de mayo lúgubre. Fue, más bien, que un foro tradicionalmente comprometido con la defensa de la globalización estaba preocupado principalmente por los fracasos de la globalización: cadenas de suministro alteradas, inflación de los precios de los alimentos y de la energía y un régimen de propiedad intelectual (PI) que dejó a miles de millones de personas sin vacunas contra el covid-19 simplemente para que unas pocas compañías farmacéuticas pudieran ganar miles de millones de dólares en ganancias adicionales.
Entre las respuestas que se propusieron para estos problemas figuran “repatriar” la producción o “instalarla en países confiables” [https://bit.ly/3NS0Ifg] y poner en práctica “políticas industriales destinadas a aumentar las capacidades de producción de los países”. Atrás quedaron aquellos días en que todos parecían estar trabajando para un mundo sin fronteras; de repente, todos reconocen que por lo menos algunas fronteras nacionales son esenciales para el desarrollo económico y la seguridad.
Media vuelta
Para quienes alguna vez defendían una globalización sin restricciones, este volte-face ha resultado en una disonancia cognitiva, porque el nuevo conjunto de políticas propuestas implica que las reglas de larga data del sistema de comercio internacional se quebrarán o se romperán. Incapaces de reconciliar la instalación de la producción en países confiables con el principio de libre comercio no discriminatorio, la mayoría de los líderes empresariales y políticos en Davos apelaron a perogrulladas. Prácticamente no hubo un examen de conciencia sobre cómo y por qué las cosas han salido tan mal, o sobre el razonamiento errado e hiperoptimista que prevalecía durante el apogeo de la globalización.
Por supuesto, el problema no es sólo la globalización. Toda nuestra economía de mercado ha dado pruebas de falta de resiliencia. Esencialmente fabricamos autos sin ruedas de auxilio –reduciendo unos pocos dólares del precio, sin preocuparnos demasiado por las exigencias futuras–. Los sistemas de inventario justo a tiempo eran innovaciones maravillosas mientras la economía enfrentaba alteraciones menores; pero terminaron siendo desastrosos frente a los cierres por el covid-19, creando cascadas de escasez de oferta (como cuando una carencia de microchips condujo a una falta de coches nuevos).
Como advertí en mi libro de 2006, Making Globalization Work, [https://bit.ly/3GELvvo] los mercados son nefastos a la hora de “valorar” el riesgo (por la misma razón que no ponen precio a las emisiones de dióxido de carbono). Consideremos el caso de Alemania, que eligió que su economía dependiera de los suministros de gas de Rusia, un socio comercial claramente poco confiable. Ahora enfrenta consecuencias que eran predecibles y que fueron predichas [https://bit.ly/3x51yOT].
Como reconocía Adam Smith en el siglo XVIII, el capitalismo no es un sistema autosuficiente, porque hay una tendencia natural hacia el monopolio. Sin embargo, desde que el presidente estadunidense Ronald Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher introdujeron una era de “desregulación”, la creciente concentración de mercado se ha vuelto la norma, y no sólo en sectores de alto perfil como el comercio electrónico y las redes sociales. La desastrosa escasez de alimento para bebés en Estados Unidos esta primavera fue en sí misma el resultado de la monopolización. Después de que se obligara a Abbott a suspender la producción por cuestiones de seguridad, los estadunidenses pronto se dieron cuenta de que sólo una compañía es responsable de casi la mitad [https://to.pbs.org/3NNvq9g] del suministro en Estados Unidos.
Las ramificaciones políticas de las fallas de la globalización también quedaron al descubierto en Davos este año. Cuando Rusia invadió Ucrania, el Kremlin fue condenado casi universalmente [https://reut.rs/3GNCxft] y de inmediato. Pero tres meses después, los mercados emergentes y los países en desarrollo (EMDC, por sus siglas en inglés) han adoptado posturas más ambiguas. Muchos apuntan a una hipocresía de Estados Unidos a la hora de exigir responsabilidad por la agresión de Rusia, considerando que el país invadió Irak bajo falsas pretensiones en 2003.
Los EMDC también enfatizan la historia más reciente de nacionalismo de vacunas por parte de Europa y Estados Unidos, que se sostuvo a través de disposiciones sobre PI [https://bit.ly/3NNvHJk] de la Organización Mundial de Comercio que les fueron endilgadas hace 30 años. Y ahora son los EMDC los que están soportando la carga de precios de alimentos y energía más elevados. Estos desarrollos recientes, combinados con injusticias históricas, han deslegitimado la defensa occidental de la democracia y del régimen de derecho internacional.
Sin duda, muchos países que se niegan a respaldar la defensa de la democracia que hace Estados Unidos no son democráticos. Pero otros países sí lo son y la posición de Estados Unidos al frente de esa lucha se ha visto minada por sus propios fracasos –desde el racismo sistémico y el coqueteo de la administración Trump con regímenes autoritarios hasta los persistentes intentos del Partido Republicano de anular la votación y desviar la atención de la insurrección del 6 de enero de 2021 en el Capitolio de Estados Unidos.
La mejor manera de proceder para Estados Unidos sería mostrar una mayor solidaridad con los EMDC ayudándolos a gestionar los crecientes costos de los alimentos y de la energía. Esto se podría hacer reasignando los derechos especiales de giro (el activo de reserva del Fondo Monetario Internacional) de los países ricos y respaldando una fuerte exención de la PI por el covid-19 en la OMC.
Asimismo, los altos precios de los alimentos y de la energía probablemente causen crisis de deuda en muchos países pobres, agudizando aún más las desigualdades trágicas de la pandemia. Si Estados Unidos y Europa quieren mostrar un verdadero liderazgo global, tendrán que dejar de ponerse de lado de los grandes bancos y acreedores que incitaron a los países a tomar más deuda de la que podían pagar.
Después de cuatro décadas de defender la globalización, es claro que los asistentes a Davos gestionaron mal las cosas. Prometieron prosperidad para los países desarrollados y en desarrollo por igual. Pero mientras los gigantes corporativos en el Norte Global se volvieron ricos, los procesos que podrían haber beneficiado a todos generaron en cambio enemigos en todas partes. La “economía de derrame”, el argumento de que enriquecer a los ricos automáticamente favorecería a todos, fue una estafa –una idea que no estaba respaldada ni por la teoría ni por la evidencia–.
La reunión de Davos de este año fue una oportunidad perdida. Podría haber sido una ocasión para reflexionar seriamente sobre las decisiones y las políticas que llevaron al mundo adonde está hoy. Ahora que la globalización ha alcanzado la cima, sólo nos queda esperar que gestionemos su caída mejor de lo que gestionamos su ascenso. En la Jornada de México, 02 de junio de 2022
……………………..
*Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor en la Universidad de Columbia y miembro de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional. Copyright: Project Syndicate, 2022.www.project-syndicate.org
La crisis económica iniciada en Estados Unidos ha alcanzado a
Latinoamérica y se expresa tanto en el plano financiero como en el
productivo. En los últimos meses se repiten noticias similares en casi
todas las capitales. Las exportaciones comienzan a caer por la
reducción de las compras en los países industrializados,
simultáneamente con un descenso del precio de los principales productos
exportados por América Latina. El crédito disponible es escaso y las
capacidades de maniobra de los gobiernos se estrechan.
Un examen de esta situación indica que esta debacle global también
representa una crisis del modelo extractivista de desarrollo. No es
sólo una cuestión del acceso al crédito internacional o los problemas
para colocar exportaciones, sino que se tambalean los mecanismos
esenciales que sostenían un desarrollo enfocado en extraer recursos
naturales y venderlos a los mercados globales.
Muchos gobiernos, desde Néstor Kirchner de Argentina a Alan García en
Perú, disfrutaron en el pasado de un excelente escenario económico, con
un alto crecimiento económico sustentado por sus elevadas
exportaciones. Pero en realidad ese cambio se debía en buena medida a
factores externos (alta demanda internacional y elevados precios), y
estos gobiernos no aprovecharon esa coyuntura para generar un estilo de
desarrollo propio y autónomo. Casi todos los países apostaron por
profundizar todavía más la estrategia económica extractivista, donde
las estrellas fueron el agronegocio, el petróleo y gas natural, y
metales como aluminio o hierro a medio procesar. Incluso Brasil, que se
presenta a sí mismo como una economía industrializada, mantiene un
perfil exportador donde casi la mitad de los productos que vende son
materias primas.
Un buen ejemplo es la situación de la producción de soja, el principal
producto de exportación de países como Brasil, Argentina y Paraguay. Su
precio había alcanzado picos en el orden de los US$ 600/ton, para caer
a casi la mitad, y con proyecciones para los próximos meses de US$
300/ton. También ha caído el precio del maíz, trigo y otros productos
agroalimentarios, mientras que el mercado de biocombustibles se ha
contraído.
Las implicaciones sociales y ambientales de este tipo de caídas son muy
claras. Por ejemplo, siguiendo en el caso de la agropecuaria,
seguramente se endentecerá la agricultura intensiva en capital (como
por ejemplo el recambio de tractores o cosechadoras, uso intensivo de
agroquímicos, etc.). La salida para este problema es apostar a las
formas de producción allí donde los costos son menores (especialmente
el valor de la tierra), y hasta donde lo permita la red de
infraestructura actualmente existente. Consecuentemente se podrían
esperar avances de la frontera agropecuaria sobre áreas silvestres en la Amazonia
central (por ejemplo en Rondonia y Acre y otros estados del “arco de
deforestación amazónica” en Brasil), pero también en las zonas
adyacentes de Perú (carretera Interoceánica Sur), en el oriente de
Bolivia, oriente de Paraguay, y norte de Argentina. La crisis generará
un mayor impacto ambiental. Paralelamente, la agricultura familiar y
campesina será muy golpeada.
El comercio internacional agropecuario se encamina a mayores
complicaciones. El sistema de apoyos cambiará, y por ejemplo la crisis
económica hace que en la Unión Europea
los sistemas de apoyo basados en el pago de subsidios se vuelvan cada
vez más dificultoso, y se juegue con la idea de imponer trabas
arancelarias clásicas. Entretanto, a los agricultores de EE.UU. también
se les hace cada vez más difícil acceder al crédito. Finalmente, no es
un tema menor que en China (uno de los principales destinos de nuestras
exportaciones) el Comité Central del Partido Comunista resolvió el
pasado octubre permitir la compra o alquiler de tierras, tanto con
personas, cooperativas o incluso empresas. Esto tendrá enormes efectos
en el medio rural chino, y habrá que ver si en 2009 este nuevo
capitalismo rural permite mejorar la producción (con la cual caerán las
importaciones desde América Latina).
Entretanto, también se observa un desplome en el precio de los
hidrocarburos con lo cual en 2009 se complica la situación en
Venezuela, Bolivia, Ecuador (y en parte Perú y Brasil). Como se reducen
las exportaciones y ha caído el precio, los ingresos de esos países se
verán muy recortados. Además, a lo largo de 2009 seguramente se
enlentecerá la exploración, prospección y explotación de los nuevos
yacimientos (especialmente en Perú y Ecuador). Bolivia mantiene
estancada su producción de hidrocarburos, incluso por debajo de sus
propias metas, y ahora enfrenta el problema de una reducción de la
demanda desde Brasil. Asimismo, las enormes inversiones que necesitará
la explotación de los yacimientos oceánicos de Brasil también quedarán
en suspenso. Un claro ejemplo de este nuevo escenario es que la empresa
noruega que construye las plataformas petroleras marinas (Sevan
Marine), prácticamente ha suspendido su montaje debido a la falta de
crédito, poniendo en suspenso todos los encargos de Petrobrás.
Finalmente, los precios de los minerales también se han desplomado.
Esto afecta a casi todos los países andinos (y una vez más, en parte a
Brasil y Argentina). Por ejemplo el cobre ha regresado al precio
observado a fines de 2005. Las consecuencias ya se están observando, y
se profundizarán en 2009: nuevos proyectos de inversión suspendidos, la
pequeña minería andina muy afectada (como ya sucede en Perú),
acentuando los problemas de pobreza y con peores performances
ambientales.
Tanto en el caso de los hidrocarburos como los minerales, hay ejemplos
históricos donde la caída de los precios internacionales desembocó en
un intento de compensación por medio de un aumento mayúsculo en los
volúmenes extraídos. Las consecuencias sociales y ambientales de ese
camino han sido muy negativas.
A medida que avanzan los problemas económicos en América Latina,
aumenta la competencia por las exportaciones y la atracción de
capitales internacionales. Consecuentemente los gobiernos recrudecerán
sus resistencias a elevar las exigencias y la fiscalización ambiental,
en tanto es concebida como una traba a las inversiones. Hay varios
ejemplos en marcha: en Brasil se intenta reducir las exigencias de
protección en la Amazonia,
mientras que en Argentina la presidenta Cristina Fernández de Kirchner
acaba de vetar una ley que impediría la minería en los glaciares de los
Andes.
Los gobiernos, y muchos académicos, no parecen tomar conciencia que
estamos frente a una crisis del modelo extractivista. Esa idea del
desarrollo como crecimiento económico alimentado por las exportaciones
de bienes primarios encuentra ahora límites externos, los que se suman
a sus límites internos, expresados por conflictos sociales locales y
sus impactos ambientales. De todas maneras se insiste en el mismo
camino, y no son pocos los gobiernos donde sus planes para superar la
crisis se basan en apoyar y subsidiar esos sectores. Un ejemplo notable
son los sucesivos paquetes de créditos para las exportaciones
agroindustriales en Brasil, y otro es la reciente aprobación de la Ley Minera
en Ecuador, la que alienta la producción transnacionalizada, y vuelve a
apostar a la idea del extractivismo exportador como motor del
desarrollo.
Esta cuestión se convierte en uno de los temas urgentes para 2009: la estrategia extractivista, basada en explotar la Naturaleza
para exportar materias primas hacia mercados globales, es insostenible
en los planos económicos, sociales y ambientales. Por lo tanto, los
gobiernos y también los movimientos sociales, deben comprender que
sigue siendo necesario generar estilos de desarrollo estructurados de
otra manera, y en lugar de exportar materias primeras pasar a
utilizarlos en cadenas productivas propias, compartidas, donde se
genere empleo genuino y se pueda reducir el impacto social y ambiental.
- Eduardo Gudynas es analista de información en CLAES D3E (Montevideo).
Esa advertencia se basa en el altísimo nivel de endeudamiento de Estados Unidos, que al sumarse las enormes cifras comprometidas para rescatar los bancos, genera una espiral incontrolable. Washington ha duplicado su deuda pública. Con todos esos recursos comprometidos y con su economía en recesión, es posible que EE.UU. no pueda cumplir todos sus compromisos, sean las garantías de los depósitos bancarios, el pago a los acreedores que poseen Bonos del Tesoro, u otras obligaciones. Eso llevaría a una cesación de pagos que, en caso de iniciarse, rápidamente alimentará la inflación y una pérdida brutal del valor del dólar, según aquel reporte (su resumen está disponible en http://www.economiasur.com ). La situación en Europa no es mucho mejor, y un ejemplo del futuro posible lo muestra la bancarrota de Islandia.
Estos análisis prospectivos demuestran la gravedad de la crisis. No es posible sostener que esté restringida a los países industrializados, y es a todas luces un problema global. Recordemos que muchos de los primeros análisis invocaban un "desacople", e incluso un "blindaje" en varios países latinoamericanos. Por ejemplo, Emir Sader sostenía que "por primera vez la recesión de la economía estadounidense no tiene efectos directos y devastadores sobre el sistema económico mundial", y aunque reconocía posibles impactos en América Latina, predecía que serían menores en países como Brasil y Argentina (en Le Monde Diplomatique, octubre). Pero la realidad ha mostrado que justamente Brasil fue rápidamente engullido por esta crisis. La razón es que ese país está más amarrado a los circuitos globales de comercio y capital de lo que muchos creen, y eso llevó a una devaluación del real y a que la bolsa de Sao Paulo subiera y bajara la par de la volatilidad internacional. Hoy, toda América Latina está sintiendo los impactos. Las instituciones de la gobernanza global en el comercio y los flujos de capital vienen siendo totalmente incapaces de enfrentar y remediar esta crisis. El FMI desempeña un papel marginal, casi irrelevante, donde se le presta más atención a un posible amorío de su director, Dominique Strauss-Kahn, que a sus diagnósticos. A pocos metros de allí, los mensajes del Banco Mundial son apenas un murmullo. En la Organización Mundial de Comercio, la crisis se suma a las heridas de una ronda estancada y el fracaso del último encuentro ministerial en Ginebra. Al contrario de su prédica liberalizadora, muchos gobiernos latinoamericanos comienzan a estudiar medidas proteccionistas para evitar una avalancha de importaciones baratas desde Asia. Hasta la propia estructura central de las Naciones Unidas está opacada, con un secretario (Ban Ki-moon), callado, oscuro y sin liderazgo. Estos y otros ejemplos muestran que hay mucho más que una debacle financiera, y estamos también presenciando una crisis del sistema de gobernanza multilateral bastante más profunda de lo que puede sospecharse en una primera revisión. Además del quiebre en esas instituciones internacionales, también quedan bajo un aluvión de cuestionamientos las ideas y conceptos que sustentaban las visiones optimistas sobre la globalización del capital. Temas como los preceptos sobre el funcionamiento del mercado, el postulado de desregulación del flujo del capital como necesario para el crecimiento, el uso de instrumentos de valorización económica, y hasta la creación de instrumentos derivados, se encuentran bajo debate público. Carentes de apoyo, son ideas que se devoran a sí mismas, hasta que esa canibalización desembocó en la actual crisis. Por eso tiene mucha razón Oscar Ugarteche cuando afirma que el "Consenso de Washington yace en un campo afuera del cementerio religioso, como los suicidas".
Pero una vez más es necesario recuperar el sentido de precaución. Si bien por un lado crujen las ideas ortodoxas sobre globalización y sus instituciones, esto no quiere decir que necesariamente estemos presenciando la crisis terminal del capitalismo contemporáneo, ya que las crisis están en su propia esencia y se desenvuelven bajo terribles transferencias de riqueza, socializando las pérdidas, como está sucediendo actualmente. Habrá que ver cómo discurre la presente crisis para evaluar con más detenimiento esa posibilidad.
Por otro lado, tampoco observamos en América Latina un claro programa alternativo sobre la inserción internacional y la mundialización. Otra vez más se debe tener presente el caso de Brasil, donde las medidas recientemente tomadas son bastante convencionales, y entre ellas está la liberación de fondos estatales para mantener el financiamiento de los exportadores, lo que en otras palabras quiere decir que persiste la apuesta en un comercio exterior basado en commodities y en atraer inversión extranjera.
A nivel global se corre el riesgo que finalmente se acepte una regulación sobre los instrumentos financieros, especialmente los más riesgosos, debido a que la élite corporativa termina reconociendo que impiden la reproducción capitalista. Se debe detener una globalización caníbal que pueden engullirse a sus propios creadores. Aceptarían entonces la imposición de ciertas reglas para asegurar la continuidad de los demás aspectos esenciales del capitalismo. Pero no tolerarán una regulación más profunda del capital como podría esperarse de exigencias necesarias para orientarlo efectivamente al desarrollo. Hasta ahora, las propuestas gubernamentales concretas para regular los flujos de capital siguen siendo escasas y muy limitadas (por ejemplo, el presidente francés N. Sarkozy criticó los hedge funds pero sin ofrecer medidas específicas).
En cuanto a la institucionalidad también hay mucha timidez para encarar reformas. Muchos de los recientes reclamos de países emergentes del sur, como China, India y Brasil, no apuntan a transformar la esencia en esa gobernanza global, sino en lograr una mayor tajada de poder. Esto se traduce en discusiones como convertir el G 7 (donde asisten las naciones industrializadas), en un agrupamiento mayor que incorpore a los países emergentes. Ese reclamo encierra hechos positivos, como cercenar el poder hegemónico de Estados Unidos, pero persisten las tentaciones en reemplazarlo por jerarquías regionales donde, por ejemplo, Pekín o Brasilia, puedan imponer relaciones de subordinación sobre sus países vecinos.
Aquí reside un riesgo adicional para América Latina: no podemos asumir que el derrumbe de Wall Street automáticamente será reemplazado por genuinas alternativas que ya están listas para ser aplicadas, y que serán tomadas por nuestros gobiernos. Un "otro orden global" no es una prenda "prêt-à-porter", sino que se lo construye a partir de ideas alternativas que se deben pulir, ensayar y coordinar entre ellas, siempre bajo el empuje decidido de la sociedad civil.
E. Gudynas es investigador en D3E (Desarrollo, Economía, Ecología, Equidad América Latina), en Montevideo (Uruguay).
En las últimas décadas, muchas empresas estadounidenses han terciarizado (práctica por la que una empresa paga a otra por personal cualificado para realizar determinadas actividades especializadas) diversos servicios a India, sobre todo en ámbitos como las tecnologías de la información (TI), los servicios de atención al cliente, el procesamiento de datos, la contabilidad y, más recientemente, sectores como la sanidad y el diseño de programas informáticos. Esto ha dado lugar a la percepción de que es un país donde las empresas internacionales pueden encontrar mano de obra cualificada a costes relativamente más bajos. Este capital extranjero ha contribuido a su crecimiento económico y ha dado empleo a muchas personas al estimular el desarrollo de industrias específicas. China desempeña el mismo papel en el sector manufacturero y ambos pertenecen a un nuevo grupo de países denominado BRICS. BRICS denota un consorcio de colaboración formado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, emblema de cinco destacadas economías emergentes. Distinguidos por su demografía expansiva, sus dinámicas trayectorias de crecimiento económico y su creciente relevancia geopolítica, estos países ejercen colectivamente una influencia considerable en las esferas regional y mundial. Recientemente han incorporado a Arabia Saudí, Irán, Egipto, Etiopía y Emiratos Árabes Unidos. El principal objetivo de los BRICS es fomentar el compromiso sinérgico entre sus integrantes en ámbitos polifacéticos que abarcan la economía, las finanzas, la política y el intercambio cultural. Las cumbres periódicas sirven como foros fundamentales para deliberar sobre intereses compartidos y elaborar estrategias de acción concertada en asuntos de importancia mutua. Revisaremos el papel de India dentro de los BRICS.
Su destreza en la terciarización se extiende más allá de las relaciones con Estados Unidos y Europa, y abarca naciones como Japón y Corea del Sur. Esta tendencia a la subcontratación, impulsada por la eficiencia y la reducción decostes, prospera especialmente en los sectores de alta tecnología. Sus lazos con Occidente abarcan el comercio, lainversión y la colaboración en ciberseguridad, que refuerza su papel como fuerza económica mundial. Los volúmenes comerciales con Occidente y las regiones vecinas, especialmente América Latina, han aumentado vertiginosamente.
En 2022, las exportaciones estadounidenses al mamut asiático alcanzaron los 73.000 millones de dólares, mientras que las importaciones ascendieron a 118.800 millones de dólares, lo que se tradujo en un importante déficitcomercial para Estados Unidos. A pesar de las tensiones comerciales y las disputas regulatorias, EE. UU. sigue siendoun socio comercial crucial para ella, con el presidente Trump que le facilitó la venta de armas. Existen algunastensiones debido a las disputas comerciales presentadas por el mamut asiático ante la OMC, sobre diferencias en las políticas regulatorias, y disputas por prácticas desleales contra EE. UU.
Las inversiones directas de EE.UU. en este país se dispararondesde los 28.000 millones de dólares en 2014 y aumentaron,hasta culminar en una entrada acumulada de IED de 49.300millones de dólares en 2022, lo que convertiría a EE.UU. en su cuarta mayor fuente de capital extranjero. Entre estasempresas se encuentran Google, Apple y Microsoft y GeneralEnergy, con el apoyo de ambos gobiernos.
Por el contrario, las empresas indias del país asiático, como Wipro, Tata Consulting Services, Sun Pharma y HCL Technologies, buscan activamente oportunidades de inversión en EE. UU. y América Latina, lo que pone de relieve la búsqueda de oportunidades económicas en medio de la globalización. Incluye la terciarización de la producción de altatecnología a la nación asiática y la migración de mano de obra calificada a EE.UU., predominantemente en el sectortecnológico, y constituyen esos nuevos inmigrantes el segundo grupo anual más numeroso de EE.UU.
América Latina es testigo de una creciente presencia de empresas del país asiático en diversos sectores, lo que fomenta el estrechamiento de los lazos económicos. Sin embargo, esta dinámica también introduce complejidades, como la competencia con China por los mercados y los recursos. Su compromiso de inversiones con América Latina, y en particular con México, como el más importante, subraya su posicionamiento estratégico frente a China. Lasinversiones del país asiático en México abarcan los sectores de las tecnologías de la información, farmacéutico yautomovilístico, lo que refleja una floreciente asociación económica. Cultiva activamente lazos comerciales y diplomáticos en todo el continente americano para reforzar su presencia global y diversificar sus alianzas económicas,en medio del dominio de China como socio comercial en las Américas, la relación trilateral navega por un paisaje decolaboración y competencia.
La subcontratación de mano de obra al país asiático por parte de empresas estadounidenses refuerza los lazoseconómicos entre ambos, mientras que sus inversiones en América Latina son un espejo de la trayectoria de China, y abre nuevas vías de cooperación regional. Sin embargo, esta dinámica conlleva retos como la competencia en el mercado y las preocupaciones medioambientales.
La competencia entre los dos gigantes asiáticos y Estados Unidos por la influencia en América Latina, especialmente en mercados clave como México, Brasil y Argentina, es palpable. El comercio y las inversionesbilaterales se han disparado, y México se perfila como un destino importante.
Las inversiones de los países asiáticos en México abarcan diversos sectores, como las tecnologías de la información, la industria farmacéutica y la automovilística, impulsadas por empresas como TCS, Infosys y HCL Technologies. Todos ellos ven a México como un destino de inversión significativo debido a su acceso al TMEC, mientras que los otros mercados latinoamericanos, son buscados por su tamaño.
Su relación con Estados Unidos y América Latina evoluciona moldeada por diversos factores económicos, políticos y sociales. Su interacción en la escena mundial refleja la complejidad e interdependencia de la economía global, y presenta tanto retos como oportunidades derivados de la creciente integración entre regiones y continentes.
Además, el intercambio académico y científico entre instituciones educativas y centros de investigación de estas regiones impulsa la innovación y el progreso en campos como la ciencia, la tecnología, la medicina y la ingeniería. La colaboración en proyectos de investigación conjuntos y el intercambio de estudiantes y profesionales fomentan el desarrollo de soluciones a problemas globales y la creación de redes internacionales de conocimiento.
Dentro del grupo BRICS, ha establecido importantes relaciones comerciales con cada uno de sus miembros. China, en particular, es uno de sus principales socios comerciales y un destino clave de sus exportaciones. A pesar de la complejidad de su relación, dadas las preocupaciones geopolíticas y de seguridad, el comercio entre ambos ha crecido constantemente a lo largo de los años.
Brasil, a su vez, es un socio comercial crucial para el mamut asiático, especialmente en agricultura, energía y manufactura. Ambos países se han reforzado su cooperación en áreas como la tecnología agrícola, las energías renovables y la exploración espacial. El país sudamericano es uno de los principales productores y exportadores de productos agrícolas como la soja, la carne de vacuno y el café, y satisface su creciente demanda, lo que se traduce en un aumento del comercio agrícola entre ambas naciones. Además, colaboran en campos como la biotecnología, la gestión del agua y la producción sostenible de alimentos, esenciales para afrontar los retos mundiales relacionados con la seguridad alimentaria y el cambio climático.
Aunque Estados Unidos es una potencia líder, presenta cierto retraso tecnológico en comparación con otros países. Este desfase ha dado lugar a una interesante dinámica entre ambas naciones, con una activa política de migración profesional. Igualmente, desde la perspectiva estadounidense, puede ser un potencial contrapeso a la creciente influencia de China, percibida como una fuerza imparable en la escena internacional. En este sentido, es un aliado estratégico en su esfuerzo por mantener su posición dominante en el actual orden mundial.
______ (1997) "Inflación, desequilibrio externo y políticas de pleno empleo", en Julio López (Coordinador) Macroeconomía del empleo y políticas de pleno empleo para México, Ed. Porrúa, México.
Con Teresa S. Lopez (2004), "Teorías Alternativas del Empleo", en “El trabajo en un mundo globalizado” de Ruesga , Santos y Fujii, Gerardo (coords.), Ediciones Pirámide, España, pp. 33-66.
______ (1999), “Evolución reciente del empleo en México”, Serie de Reformas Económicas N. 29. Presentado para el proyecto “Crecimiento, empleo y equidad: América Latina en los años noventa”
______ (1999), “Es posible acelerar el crecimiento económico de América Latina. Releyendo a Michael Kalecki”, Revista de Economia Contemporanea, Número 5, enero-junio, Rio de Janeiro, pp. 133-156.
______ (2005), “Comparative Advantage, Economic Growth and Free Trade”, Revista de Economia Contemporanea, Volumen 9, número 2, mayo-agosto, Rio de Janeiro, pp. 313-335.
Con Antonia López (2006), “Manufacturing Real Wages in Mexico”, Brazilian Journal of Political Economy, volume 26, número 3 (103), julio-septiembre, pp. 459-474.
Con Luis Reyes (2011), “Effective Demand in the Recern Evolution of the US Economy”, Levy Economics Institute, Papel de trabajo N. 673, Junio, págs. 25.
Con Emilio Caballero (2012), “Gasto público, Impuesto sobre la Renta e inversión privada en México”, Revista Investigación Económica, vol. LXXI, número 280, abril-junio, pp. 55-84.
Presentación realizada durante la 4ta. Reunión Ordinaria de La Comisión Especial de Análisis de Políticas de Nuevos empleos. Cámara de Diputados. 26 de mayo de 2010.
Con Alberto Contreras, Armando Sánchez y Miguel Chon, “Studying some data from the Mexican Economy with Time Series Models”, XXV Foro Nacional de Estadística llevado a cabo del 22 al 24 de septiembre de 2010.
UBS, Standard Chartered, Bank of America, JPMorgan y Nomura, entre otros bancos de inversión, han recortado las previsiones de crecimiento del producto interno bruto de China para 2023 a entre el 5,1% y el 5,7%, frente a la proyección inicial del 5,5% al 6,3%. Este pronóstico pesimista para la economía China acompaña un desempeño del PIB entre 2012 y 2022 de 7% promedio anual. Además, es la única economía importante que no se contrajo en el 2020. Mientras tanto en América latina hablamos de la segunda década perdida. ¿Qué se perdió en América latina?
La primera década perdida, es decir, de 1980 a 1990 América latina creció 0,1%. Puesto en términos por habitante es una cifra negativa. La explicación que dieron el FMI y la prensa financiera fue que era el fracaso de la política de industrialización de 1950 a 1980, con políticas públicas activas y un estado demasiado interventor. No se tomó en cuenta el sobresalto de la tasa de interés de EEUU de su nivel histórico de 3% a niveles de 16% en 1981 y el incremento del costo de la deuda pública, por la caída de precios de las exportaciones. Lo que se necesitaba, dijo el consenso de Washington, eran políticas austriacas de mercado libre. Más de tres décadas más tarde el crecimiento total entre 2011 y 2021 fue de 1,4%, que en términos poblacionales es negativo.
Democracia y democracia ililberal
Eduardo Fernández-Arias del Banco Interamericano y Peter Montiel de Williams College, en “Reform and Growth in Latin America: All Pain, No Gain?” documento de trabajo del BID de 1997 sugieren cuatro explicaciones para el bajo crecimiento existente entonces y que resultó ser la regla:
1) La orientación de las reformas puede ser errónea por tanto América Latina necesita un nuevo modelo de crecimiento para el futuro.
(2) Es posible que las reformas estén funcionando de manera satisfactoria, sin embargo, que la magnitud de las reformas implementadas sea insuficiente para alcanzar los resultados de crecimiento que algunos expertos esperaban.
(3) Es posible que las reformas ya aplicadas tengan el potencial de generar un crecimiento significativamente mayor en la región. Sin embargo, hasta ahora, estas tasas de crecimiento no han logrado alcanzar su máximo efecto debido a la presencia de factores transitorios adversos, como un entorno internacional desfavorable o retrasos en los efectos de las reformas en el crecimiento. En caso de que el impacto de las reformas sea solo temporal, el crecimiento a largo plazo en la región podría resultar aún más decepcionante de lo que se percibe en la actualidad.
(4) Finalmente, existe la posibilidad de que, aunque las reformas macroeconómicas hayan contribuido a mejorar el crecimiento, estas solo representen una parte de la historia en términos de impulsar el desarrollo. Esto sugiere que incluso con avances adicionales en este aspecto, América Latina podría no alcanzar las tasas de crecimiento deseadas. Esto implica que el alcance de las reformas debe ampliarse más allá de la esfera macroeconómica, abarcando otros aspectos relevantes para fomentar un crecimiento sostenible en la región.
Dicho esto, en 1997 y habiéndose profundizado las reformas, la evidencia muestra que el crecimiento del PIB no camina a tasas satisfactorias. Si hay menos pobreza absoluta que en 1990 y que en el siglo XIX. Eso es porque el tamaño del PIB ha crecido poco, pero ha crecido. La distribución del ingreso salarial para el 40% más pobre se mantiene casi intacta. La masa de trabajadores informales se ha mantenido establemente alta, aunque ahora una parte de esos informales sean tecnológicos y tengan mejores ingresos. La falta de soporte social para la mayor parte de la población explica los altísimos niveles de muerte por COVID en algunos países, y los pésimos niveles educativos.
Lo que se ha perdido es la capacidad de pensar porque nos va tan mal si a China le va tan bien y así como a China a casi todos los países asiáticos. No se piensa en China, dice el argumento más leído, porque es una sociedad no democrática. Todas las reformas económicas fueron introducidas en América latina a la fuerza, con golpes de estado o fraudes electorales (apagón electoral de Salinas de Gortari en 1988 contra Cuauhtémoc Cárdenas). La excepción podría ser Colombia. Hablar de democracia en América latina, donde la impunidad reina y el espacio político está anulado es un sinsentido. Actualmente y desde 1990, gana la izquierda y gobierna la derecha como regla.
La crisis de la democracia en América latina, liderada por el Perú con un gobierno con 80% de desaprobación y 94% de desaprobación en el congreso, que goza del apoyo de Washington y de los sectores corporativos y religiosos, refleja la captura del estado por estos intereses, en lo que Sheldon Wolin[1] bautizó el totalitarismo invertido. De este modo no hay manera de cambiar la manera de pensar y hacer la política económica. Los gobiernos progresistas se estampan contra una muralla tecnocrática que impide el cambio. Esos son los soldados del ejército corporativo y religioso. El liberalismo económico con conservadurismo político se expresa de este modo.
Finalmente, si no hay democracia ni en China ni en América latina, quizás es tiempo de volver a discutir que podemos hacer para salir de este pantano económico diagnosticado hace un cuarto de siglo y qué lecciones nos brinda Asia. Haber convertido el empleo en una variable irrelevante y centrado el énfasis en las metas de inflación ha llevado a bajo crecimiento, alta migración, mucho malestar social, más concentración del ingreso en el 1% superior, y pérdida del espacio democrático. En algún momento pareció que Chile había salido del atraso económico pero las elecciones de Boric y las revueltas sociales sirvieron para recordar que no, que hay una cuenta por pagar. También en dicho país quedó claro que el Estado está capturado. ¿Será posible pensar en las lecciones de Asia para América latina?
[1] Wolin, S. S. (2008). Democracia SA: la democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido (Vol. 3043). Katz editores.
La Guerra Económica declarada en el 2018, a China por el entonces Presidente Trump, sumado al COVID-19 trajo consigo una repentina división de un mundo previamente globalizado, convertido ahora en un “mundo partido en dos”, Estados Unidos con su esfera de influencia y por otro lado al Dragon Rojo, China con la suya. Ambos gigantes económicos están en una competencia de grandes poderes por ver quien dominará los mercados y la innovación tecnológica. Al inicio de esta confrontación se han creado dos arquitecturas financieras internacionales, con monedas y políticas económicas diferentes. Las consecuencias de este conflicto se aprecian en la economía mundial actual. En este texto queremos presentar cómo la prensa económica occidental dejan ver a EEUU triunfante en esta competencia, sin serlo.
Los datos sugieren que China tiene ventaja tecnológica en esta competencia. Algunos ejemplos del liderazgo tecnológico son las innovaciones importantes como la red 5.5G camino a 6G, los avances en biotecnología y la delantera en términos de energías renovables y automóviles eléctricos e híbridos. Aun así, la prensa económica occidental, principalmente la anglosajona, mantiene el discurso que presenta un mundo sin cambios. Por ejemplo, la prensa hace pensar que EEUU lidera en autos eléctricos con Tesla. La evidencia de IEA es que en el 2020 Europa avanzaba la industria de autos eléctricos con ventas de 1.3 millones de autos, seguido de China con 1.1 millones, contra 0.3 millones en EEUU. Tesla fabricó y vendió en el 2020 en el mundo 499,550 unidades de todos los modelos. ( https://www.best-selling-cars.com/brands/2020-full-year-global-tesla-car-sales-worldwide/) En el 2023 China vendió 8 millones de autos, Europa 3.4 y EEUU 1.6. Tesla vendió 13% del total, gran parte fabricados en China. América latina es el principal vendedor de minerales a China, por esta industria parcialmente.
El gráfico muestra que la tasa de inversión China tiende al alza desde 1978, cuando Deng Xioping inició su proceso de reformas de mercado; mientras que en casi simultáneo las reformas neoliberales de Reagan tumbaron la tasa de inversión de EEUU desde casi 30% del PIB en 1982 a 22% en el 2017 con tendencia descendente. Es decir, los mercados primarios estarán centrados en China y Asia en el futuro previsible. El eje del comercio mundial pasó al Pacifico por esto.
Con la crisis del COVID la economía estadounidense experimentó una contracción significativa del PIB en el segundo trimestre del 2020, de 28 %; la mayor disminución trimestral registrada desde la SGM. El efecto fue una tasa de desocupación ampliada de 22.9%, (la tasa U6), la más alta desde la Gran Depresión. La tasa de desempleo U6 mide el número total de personas en la fuerza de trabajo, desempleadas o que buscan un empleo a tiempo completo, pero apenas consiguen uno de medio tiempo. Antes la tasa fue del 6.9% en 2019, y después, en el 2023, de 7.2% con tendencia creciente.
Ante la caída del 2020 la Reserva Federal implementó una política monetaria expansiva con medidas agresivas para salvar de la quiebra al sistema financiero. Algunas fueron la reducción de tasas de interés a 0.25%, y la implementación de programas de compra de activos financieros de baja calificación para prevenir el colapso económico y financiero, y sobre todo redinamizar la bolsa de valores. Cuatro años después del inicio de la pandemia, la economía de EEUU no termina de recuperarse, tiene una bolsa en auge, y una tasa de inflación que no logra bajar como esperaba el FED.
En contraste con lo anterior, China no tuvo una contracción económica en 2020, no tuvo ni tiene problemas de inflación porque compra energía a precios bajos de sanción económica (60 USD barril) y observa una tasa de crecimiento del PIB que si bien se ha ralentizado de 8.4% en 2018 a 5.2% en el 2023, lejos está de un estancamiento como descrito por los principales medios occidentales. La grafica muestra como ambos países siguen las mismas trayectorias, pero en niveles diferenciados.
En el siglo XXI el gigante asiático consolidó su posición como una potencia económica, tecnológica y política. Su relevancia se consideró una amenaza estratégica que llevó a la Guerra Económica en 2018 y durante pandemia de COVID-19, fue el único país importante que mantuvo un crecimiento alto (2.2%) a pesar de esto, en comparación con las economías occidentales que se contrajeron el 2020. Han sido reiterados como amenaza a la seguridad nacional aunque están centrados en la promoción del consumo interno, la inversión global en infraestructura y la innovación tecnológica. La tasa de inversión china en el siglo XXI está por encima del 40% del PIB, mientras que la estadounidense apenas sobrepasa el 20%. Por otro lado, EEUU, obstaculiza la importación de estas innovaciones, la que deja desengancha de las cadenas de valor a su industria. Quizás la prensa occidental deba dejar de crear una realidad ficticia para que Norma Desmond (Sunset Boulevard, dirección Billy Wilder, Paramount film, 1950) pueda actuar en la realidad.
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External Debt. Brazil and the International Financial Crisis
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Privatizing Economy. Society in Need. Critique of the World Bank Strategy for the Brazilian Private Sector.
(Co-author with José Theta Antonio Pereira de Souza), Brazilian Network on the Multilateral Financial Institutions, March 1998 [Portuguese]
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Towards a Single Development Vision and Role Of The Single Economy
Julio 2007. Report approved at the 28th Meeting of the Conference of Heads of Government of the Caribbean Community in July 2007 as ‘the framework for the development of the Community’.CONTENTS Introductory Note/Mission Statement/I. Scope And Development Vision/II. Sectoral Economic Drivers Of Regional Development/III. Enabling Environment: Economic Policy Harmonisation/IV. Enabling Environment: Social And Institutional Structures /V. Sequencing Of Further CSME Implementation/ Annexes
Production Integration: A Critical Perspective
Junio 2006. Discusses the meaning and limitations of the concept of production integration in Caricom as represented by the Caricom Single Market and Economy (CSME). Noting that it has been customary to focuse on production integration in goods; the paper first examines trade and macroeconomic trends in Caricom economies and argues that this has been taking place. It goes on to question the extent to which this is likely under the conditions of ‘Open Regionalism’ and market integration that underlie the CSME. An expanded meaning of production integration is proposed, linked to the concepts of ‘policy integration’ and ‘policy space’. The paper also points to the limitations of the economistic approach embodied in the CSME and makes a case for the incorporation of the social and environmental dimensions as being essential to the success of the Caricom integration project. The final part presents conclusions and suggested phasing for the CSME.
Regionalism and The Association of Caribbean States
Agosto de 2002.Discusses the experience of the Association of Caribbean States (ACS) as a case study of regional cooperation among developing countries in response to the challenges of globalisation. The ACS was launched in 1994 with membership of the countries of the ‘Greater Caribbean’ region. It evolved a system of functional cooperation in intra- and extra-regional relations in economic, social and environmental matters—a ‘Zone of Cooperation’ rather than an economic integration scheme. In its first seven years it faced the challenges of securing political consensus among its members, gaining public legitimacy and demarcating a distinct role for itself. Conflicting conceptions of its role–integration/maximalist vs. cooperation/niche—were eventually resolved in favour of the latter. Structural differences among member states underlay the processes of contradiction, competition, and complementarity in agenda setting. The conclusion is that the ACS experience demonstrates that regionalism in functional cooperation across a shared geographic space can play an important role, even in the absence of market liberalisation and integration.
There are those who say this pandemic shouldn’t be politicised. That doing so is tantamount to basking in self-righteousness. Like the religious hardliner shouting it’s the wrath of God, or the populist scaremongering about the “Chinese virus”, or the trend-watcher predicting we’re finally entering a new era of love, mindfulness, and free money for all.
There are also those who say now is precisely the time to speak out. That the decisions being made at this moment will have ramifications far into the future. Or, as Obama’s chief of staff put it after Lehman Brothers fell in 2008: “You never want a serious crisis to go to waste.”
In the first few weeks, I tended to side with the naysayers. I’ve written before about the opportunities crises present, but now it seemed tactless, even offensive. Then more days passed. Little by little, it started to dawn that this crisis might last months, a year, even longer. And that anti-crisis measures imposed temporarily one day could well become permanent the next.
No one knows what awaits us this time. But it’s precisely because we don’t know because the future is so uncertain, that we need to talk about it.
The tide is turning
On 4 April 2020, the British-based Financial Times published an editorial likely to be quoted by historians for years to come.
The Financial Times is the world’s leading business daily and, let’s be honest, not exactly a progressive publication. It’s read by the richest and most powerful players in global politics and finance. Every month, it puts out a magazine supplement unabashedly titled “How to Spend It” about yachts and mansions and watches and cars.
But on this memorable Saturday morning in April, that paper published this:
“Radical reforms – reversing the prevailing policy direction of the last four decades – will need to be put on the table. Governments will have to accept a more active role in the economy. They must see public services as investments rather than liabilities, and look for ways to make labour markets less insecure. Redistribution will again be on the agenda; the privileges of the elderly and wealthy in question. Policies until recently considered eccentric, such as basic income and wealth taxes, will have to be in the mix.”
What’s going on here? How could the tribune of capitalism suddenly be advocating for more redistribution, bigger government, and even a basic income?
For decades, this institution stood firmly behind the capitalist model of small government, low taxes, limited social security – or at most with the sharpest edges rounded off. “Throughout the years I’ve worked there,” responded a journalist who has written for the paper since 1986, “the Financial Times has advocated free market capitalism with a human face. This from the editorial board sends us in a bold new direction.”
The ideas in that editorial didn’t just appear out of blue: they’ve travelled a very long distance, from the margins to the mainstream. From anarchist tent cities to primetime talk shows; from obscure blogs to the Financial Times.
And now, in the midst of the biggest crisis since the second world war, those ideas might just change the world.
To understand how we got here, we need to take a step back in history. Hard as it may be to imagine now, there was a time – some 70 years ago – that it was the defenders of free market capitalism who were the radicals.
In 1947, a small think tank was established in the Swiss village of Mont Pèlerin. The Mont Pèlerin Society was made up of self-proclaimed “neoliberals”, men like the philosopher Friedrich Hayek and the economist Milton Friedman.
In those days, just after the war, most politicians and economists espoused the ideas of John Maynard Keynes, British economist and champion of a strong state, high taxes, and a robust social safety net. The neoliberals by contrast feared growing states would usher in a new kind of tyranny. So they rebelled.
The members of the Mont Pèlerin Society knew they had a long way to go. The time it takes for new ideas to prevail “is usually a generation or even more,” Hayek noted, “and that is one reason why … our present thinking seems too powerless to influence events.”
Friedman was of the same mind: “The people now running the country reflect the intellectual atmosphere of some two decades ago when they were in college.” Most people, he believed, develop their basic ideas in their teens. Which explained why “the old theories still dominate what happens in the political world”.
Friedman was an evangelist of free-market principles. He believed in the primacy of self-interest. Whatever the problem, his solution was simple: out with government; long live business. Or rather, government should turn every sector into a marketplace, from healthcare to education. By force, if necessary. Even in a natural disaster, competing companies should be the ones to take charge of organising relief.
Friedman knew he was a radical. He knew he stood far afield of the mainstream. But that only energised him. In 1969, Time magazine characterised the US economist as “a Paris designer whose haute couture is bought by a select few, but who nonetheless influences almost all popular fashions”.
Crises played a central role in Friedman’s thinking. In the preface to his book Capitalism and Freedom (1982), he wrote the famous words:
“Only a crisis – actual or perceived – produces real change. When that crisis occurs, the actions that are taken depend on the ideas that are lying around.”
The ideas that are lying around. According to Friedman, what happens in a time of crisis all depends on the groundwork that’s been laid. Then, ideas once dismissed as unrealistic or impossible might just become inevitable.
And that’s exactly what happened. During the crises of the 1970s (economic contraction, inflation, and the Opec oil embargo), the neoliberals were ready and waiting in the wings. “Together, they helped precipitate a global policy transformation,” sums up historian Angus Burgin. Conservative leaders like US president Ronald Reagan and UK prime minister Margaret Thatcher adopted Hayek and Friedman’s once-radical ideas, and in time so did their political adversaries, like Bill Clinton and Tony Blair.
One by one, state-owned enterprises the world over were privatised. Unions were curtailed and social benefits were cut. Reagan claimed the nine most terrifying words in the English language were “I’m from the government, and I’m here to help”. And after the fall of communism in 1989, even social democrats seemed to lose faith in government. In his State of the Union address in 1996, Clinton, president at the time, pronounced “the era of big government is over”.
Neoliberalism had spread from think tanks to journalists and from journalists to politicians, infecting people like a virus. At a dinner in 2002, Thatcher was asked what she saw as her great achievement. Her answer? “Tony Blair and New Labour. We forced our opponents to change their minds.”
And then came 2008.
On 15 September, the US bank Lehman Brothers unchained the worst financial crisis since the Great Depression. When massive government bailouts were needed to save the so-called “free” market, it seemed to signal the collapse of neoliberalism.
And yet, 2008 did not mark a historic turning point. One country after another voted down its leftwing politicians. Deep cuts were made to education, healthcare, and social security even as gaps in equality grew and bonuses on Wall Street soared to record heights. At the Financial Times, an online edition of luxury lifestyle magazine How to Spend It was launched a year after the crash.
Where the neoliberals had spent years preparing for the crises of the 1970s, their challengers now stood empty-handed. Mostly, they just knew what they were against. Against the cutbacks. Against the establishment. But a programme? It wasn’t clear enough what they were for.
Now, 12 years later, crisis strikes again. One that’s more devastating, more shocking, and more deadly. According to the British central bank, the United Kingdom is on the eve of the largest recession since the winter of 1709. In the space of just three weeks, nearly 17 million people in the United States applied for economic impact payments. In the 2008 financial crisis, it took two whole years for the country to reach even half that number.
Unlike the 2008 crash, the coronavirus crisis has a clear cause. Where most of us had no clue what "collateralised debt obligations" or "credit default swaps" were, we all know what a virus is. And whereas after 2008 reckless bankers tended to shift the blame to debtors, that trick won’t wash today.
But the most important distinction between 2008 and now? The intellectual groundwork. The ideas that are lying around. If Friedman was right and a crisis makes the unthinkable inevitable, then this time around history may well take a very different turn.
Three dangerous French economists
“Three Far-Left Economists Are Influencing The Way Young People View The Economy And Capitalism,” headlined a far-right website in October 2019. It was one of those low-budget blogs that excel in spreading fake news, but this title about the impact of a French trio of economists hit the nail right on the head.
I remember the first time I came across the name of one of those three: Thomas Piketty. It was the fall of 2013 and I was browsing around economist Branko Milanović’s blog as I often did because his scathing critiques of colleagues were so entertaining. But in this particular post, Milanović abruptly took a very different tone. He’d just finished a 970-page tome in French and was singing its praises. It was, I read, “a watershed in economic thinking”.
Milanović had long been one of the few economists to take any interest at all in researching inequality. Most of his colleagues wouldn’t touch it. In 2003, Nobel Laureate Robert Lucas had even asserted that research into questions of distribution was “the most poisonous” to “sound economics”.
Meanwhile, Piketty had already started his groundbreaking work. In 2001, he published an obscure book with the first-ever graph to plot the income shares of the top 1%. Together with fellow economist Emmanuel Saez – number two of the French trio – he then demonstrated that inequality in the United States is as high now as it was back in the roaring twenties. It was this academic work that would inspire the rallying cry of Occupy Wall Street: “We are the 99%.”
In 2014, Piketty took the world by storm. The professor became a “rock-star economist” – to the frustration of many (with the Financial Times mounting a frontal attack). He toured the world to share his recipe with journalists and politicians. The main ingredient? Taxes.
That brings us to the specialty of number three of the French trio, the young economist Gabriel Zucman. On the very day Lehman Brothers fell in 2008, this 21-year-old economics student started a traineeship at a French brokerage firm. In the months that followed, Zucman had a front row seat to the collapse of the global financial system. Even then, he was struck by the astronomical sums flowing through small countries like Luxembourg and Bermuda, the tax havens where the world’s super-rich hide their wealth.
Within a couple of years, Zucman became one of the world’s leading tax experts. In his book The Hidden Wealth of Nations (2015), he worked out that $7.6tn of the world’s wealth is hidden in tax havens. And in a book co-authored with Emmanuel Saez, Zucman calculated that the 400 richest US Americans pay a lower tax rate than every single other income group, from plumbers to cleaners to nurses to retirees.
The young economist doesn’t need many words to make his point. His mentor Piketty released another doorstopper in 2020 (coming in at 1,088 pages), but Zucman and Saez’s book can be read in a day. Concisely subtitled “How the Rich Dodge Taxes and How to Make Them Pay,” it reads like a to-do list for the next US president.
The most important step? Pass an annual progressive wealth tax on all multimillionaires. Turns out, high taxes need not be bad for the economy. On the contrary, high taxes can make capitalism work better. (In 1952, the highest income tax bracket in the United States was 92%, and the economy grew faster than ever.)
Five years ago, these kinds of ideas were still considered too radical to touch. Former president Obama’s financial advisers assured him a wealth tax would never work, and that the rich (with their armies of accountants and lawyers) would always find ways to hide their money. Even Bernie Sanders’s team turned down the French trio’s offers to help design a wealth tax for his 2016 presidential bid.
But 2016 is an ideological eternity away from where we are now. In 2020, Sanders’s “moderate” rival Joe Biden is proposing tax increases double what Hillary Clinton planned four years ago. These days, the majority of US voters (including Republicans) are in favour of significantly higher taxes on the super-rich. Meanwhile, across the pond, even the Financial Times concluded that a wealth tax might not be such a bad idea.
Beyond champagne socialism
“The problem with socialism,” Thatcher once quipped, “is that you eventually run out of other people’s money.”
Thatcher touched on a sore spot. Politicians on the left like talking taxes and inequality, but where’s all the money supposed to come from? The going assumption – on both sides of the political aisle – is that most wealth is “earned” at the top by visionary entrepreneurs, by men like Jeff Bezos and Elon Musk. This turns it into a question of moral conscience: shouldn’t these titans of the Earth share some of their wealth?
If that’s your understanding, too, then I’d like to introduce you to Mariana Mazzucato, one of the most forward-thinking economists of our times. Mazzucato belongs to a generation of economists, predominantly women, who believe merely talking taxes isn’t enough. “The reason progressives often lose the argument,” Mazzucato explains, “is that they focus too much on wealth redistribution and not enough on wealth creation.”
In recent weeks, lists have been published all over the world of what we’ve started calling “essential workers”. And surprise: jobs like “hedge fund manager” and “multinational tax consultant” appear nowhere on those lists. All of a sudden, it has become crystal clear who’s doing the truly important work in care and in education, in public transit and in grocery stores.
In 2018, two Dutch economists did a study leading them to conclude that a quarter of the working population suspect their job is pointless. Even more interesting is that there are four times more “socially pointless jobs” in the business world than in the public sphere. The largest number of these people with self-professed "bullshit jobs" are employed in sectors like finance and marketing.
This brings us to the question: where is wealth actually created? Media like the Financial Times have often claimed – like their neoliberal originators, Friedman and Hayek – that wealth is made by entrepreneurs, not by states. Governments are at most facilitators. Their role is to provide good infrastructure and attractive tax breaks – and then to get out of the way.
But in 2011, after hearing the umpteenth politician sneeringly call government workers “enemies of enterprise”, something clicked in Mazzucato’s head. She decided to do some research. Two years later, she’d written a book that sent shockwaves through the policymaking world. Title: The Entrepreneurial State.
In her book, Mazzucato demonstrates that not only education and healthcare and garbage collection and mail delivery start with the government, but also real, bankable innovations. Take the iPhone. Every sliver of technology that makes the iPhone a smartphone instead of a stupidphone (internet, GPS, touchscreen, battery, hard drive, voice recognition) was developed by researchers on a government payroll.
And what applies to Apple applies equally to other tech giants. Google? Received a fat government grant to develop a search engine. Tesla? Was scrambling for investors until the US Department of Energy handed over $465m. (Elon Musk has been a grant guzzler from the start, with three of his companies – Tesla, SpaceX, and SolarCity – having received a combined total of almost $5bn in taxpayer money.)
“The more I looked,” Mazzucato told tech magazine Wired last year, “the more I realised: state investment is everywhere.”
True, sometimes the government invests in projects that don’t pay off. Shocking? No: that’s what investment’s all about. Enterprise is always about taking risks. And the problem with most private “venture” capitalists, Mazzucato points out, is that they’re not willing to venture all that much. After the Sars outbreak in 2003, private investors quickly pulled the plug on coronavirus research. It simply wasn’t profitable enough. Meanwhile, publicly funded research continued, for which the US government paid a cool $700m. (If and when a vaccine comes, you have the government to thank for that.)
But maybe the example that best makes Mazzucato’s case is the pharmaceutical industry. Almost every medical breakthrough starts in publicly funded laboratories. Pharmaceutical giants like Roche and Pfizer mostly just buy up patents and market old medicines under new brands, and then use the profits to pay dividends and buy back shares (great for driving up stock prices). All of which has enabled annual shareholder payments by the 27 biggest pharmaceutical companies to multiply fourfold since 2000.
If you ask Mazzucato, that needs to change. When government subsidises a major innovation, she says industry is welcome to it. What’s more, that’s the whole idea! But then the government should get its initial outlay back – with interest. It’s maddening that right now the corporations getting the biggest handouts are also the biggest tax evaders. Corporations like Apple, Google, and Pfizer, which have tens of billions tucked away in tax havens around the world.
There’s no question these companies should be paying their fair share in taxes. But it’s even more important, according to Mazzucato, that the government finally claims the credit for its own achievements. One of her favourite examples is the 1960s Space Race. In a 1962 speech, former president Kennedy declared “We choose to go to the moon in this decade and do the other things, not because they are easy, but because they are hard.”
In this day and age, we also face tremendous challenges that call for an enterprising state’s unparalleled powers of innovation. For starters, one of the most pressing problems ever to confront the human species: climate change. Now more than ever, we need the mentality glorified in Kennedy’s speech to achieve the transformation necessitated by climate change. It’s no accident then that Mazzucato, alongside British-Venezuelan economist Carlota Perez, became the intellectual mother of the Green New Deal, the world’s most ambitious plan to tackle climate change.
Another of Mazzucato’s friends, US economist Stephanie Kelton, adds that governments can print extra money if needed to fund their ambitions – and not to worry about national debts and deficits. (Economists like Mazzucato and Kelton don’t have much patience for old-school politicians, economists, and journalists who liken governments to households. After all, households can’t collect taxes or issue credit in their own currency.)
What we’re talking about here is nothing less than a revolution in economic thinking. Where the 2008 crisis was followed by severe austerity, we’re now living at a time when someone like Kelton (author of a book tellingly titled The Deficit Myth) is hailed by none other than the Financial Times as a modern-day Milton Friedman. And when that same paper wrote in early April that government “must see public services as investments rather than liabilities”, it was echoing precisely what Kelton and Mazzucato have contended for years.
But maybe the most interesting thing about these women is that they’re not satisfied with mere talk. They want results. Kelton for example is an influential political adviser, Perez has served as a consultant to countless companies and institutions, and Mazzucato too is a born networker who knows her way around the world’s institutions.
Not only is she a regular guest at the World Economic Forum in Davos (where the world’s rich and powerful convene every year), the Italian economist has also advised the likes of senator Elizabeth Warren and congresswoman Alexandria Ocasio-Cortez in the US and Scottish first minister Nicola Sturgeon. And when the European Parliament voted to pass an ambitious innovation programme last year, that too was drafted by Mazzucato.
“I wanted the work to have an impact,” the economist remarked drily at the time. “Otherwise it’s champagne socialism: you go in, talk every now and then, and nothing happens.”
How ideas conquer the world
How do you change the world?
Ask a group of progressives this question and it won’t be long before someone says the name Joseph Overton. Overton subscribed to Milton Friedman’s views. He worked for a neoliberal think tank and spent years campaigning for lower taxes and smaller government. And he was interested in the question of how things that are unthinkable become, in time, inevitable.
Imagine a window, said Overton. Ideas that fall inside this window are what’s deemed “acceptable” or even “popular” at any given time. If you’re a politician who wants to be re-elected, you’d better stay inside this window. But if you want to change the world, you need to shift the window. How? By pushing on the edges. By being unreasonable, insufferable, and unrealistic.
In recent years, the Overton Window has undeniably shifted. What once was marginal is now mainstream. A French economist’s obscure graph became the slogan of Occupy Wall Street (“We are the 99%”); Occupy Wall Street paved the way for a revolutionary presidential candidate, and Bernie Sanders pulled other politicians like Biden in his direction.
These days, more young US Americans have a favourable view of socialism than of capitalism – something that would have been unthinkable 30 years ago. (In the early 1980s, young voters were the neoliberal Reagan’s biggest support base.)
But didn’t Sanders lose the primaries? And didn’t the socialist Jeremy Corbyn suffer a dramatic election defeat just last year in the UK?
Certainly. But election results aren’t the only sign of the times. Corbyn may have lost the 2017 and 2019 elections, but Conservative policy wound up much closer to the Labour Party’s financial plans than to their own manifesto.
Similarly, though Sanders ran on a more radical climate plan than Biden in 2020, Biden’s climate plan is more radical than that Sanders had in 2016.
Thatcher wasn’t being facetious when she called “New Labour and Tony Blair” her greatest achievement. When her party was defeated in 1997, it was by an opponent with her ideas.
Changing the world is a thankless task. There’s no moment of triumph when your adversaries humbly acknowledge you were right. In politics, the best you can hope for is plagiarism. Friedman had already grasped this in 1970, when he described to a journalist how his ideas would conquer the world. It would play out in four acts:
“Act I: The views of crackpots like myself are avoided.
Act II: The defenders of the orthodox faith become uncomfortable because the ideas seem to have an element of truth.
Act III: People say, ‘We all know that this is an impractical and theoretically extreme view – but of course we have to look at more moderate ways to move in this direction.’
Act IV: Opponents convert my ideas into untenable caricatures so that they can move over and occupy the ground where I formerly stood.”
Still, if big ideas begin with crackpots, that doesn’t mean every crackpot has big ideas. And even though radical notions occasionally get popular, winning an election for once would be nice as well. Too often, the Overton Window is used as an excuse for the failures of the left. As in: “At least we won the war of ideas.”
Many self-proclaimed “radicals” have only half-formed plans for gaining power, if they have any plans at all. But criticise this and you’re branded a traitor. In fact, the left has a history of shifting blame onto others – onto the press, the establishment, sceptics within their own ranks – but it rarely shoulders responsibility itself.
Just how hard it is to change the world was brought home to me yet again by the book Difficult Women, which I read recently during lockdown. Written by British journalist Helen Lewis, it’s a history of feminism in Great Britain, but ought to be required reading for anyone aspiring to create a better world.
By “difficult”, Lewis means three things:
Lewis’s criticism is that many activists appear to ignore this complexity, and that makes them markedly less effective. Look at Twitter, which is rife with people who seem more interested in judging other tweeters. Yesterday’s hero is toppled tomorrow at the first awkward remark or stain of controversy.
Lewis shows there are a lot of different roles that come into play in any movement, often necessitating uneasy alliances and compromises. Like the British suffrage movement, which brought together a whole host of “Difficult Women, from fishwives to aristocrats, mill girls to Indian princesses”. That complex alliance survived just long enough to achieve the victory of 1918, granting property-owning women over age 30 the right to vote.
(That’s right, initially only privileged women got the vote. It proved a sensible compromise, because that first step led to the inevitability of the next: universal suffrage for women in 1928.)
And no, even their success could not make all those feminists into friends. Anything but. According to Lewis, “Even the suffragettes found the memory of their great triumph soured by personality clashes.”
Progress, it turns out, is complicated.
The way we conceive of activism tends to forget the fact that we need all those different roles. Our inclination – in talk shows and around dinner tables – is to choose our favourite kind of activism: we give Greta Thunberg a big thumbs up but fume at the road blockades staged by Extinction Rebellion. Or we admire the protesters of Occupy Wall Street but scorn the lobbyists who set out for Davos.
That’s not how change works. All of these people have roles to play. Both the professor and the anarchist. The networker and the agitator. The provocateur and the peacemaker. The people who write in academic jargon and those who translate it for a wider audience. The people who lobby behind the scenes and those who are dragged away by the riot police.
One thing is certain. There comes a point when pushing on the edges of the Overton Window is no longer enough. There comes a point when it’s time to march through the institutions and bring the ideas that were once so radical to the centres of power.
I think that time is now.
The ideology that was dominant these last 40 years is dying. What will replace it? Nobody knows for sure. It’s not hard to imagine this crisis might send us down an even darker path. That rulers will use it to seize more power, restrict their populations’ freedom, and stoke the flames of racism and hatred.
But things can be different. Thanks to the hard work of countless activists and academics, networkers and agitators, we can also imagine another way. This pandemic could send us down a path of new values.
If there was one dogma that defined neoliberalism, it’s that most people are selfish. And it’s from that cynical view of human nature that all the rest followed – the privatisation, the growing inequality, and the erosion of the public sphere.
Now a space has opened up for a different, more realistic view of human nature: that humankind has evolved to cooperate. It’s from that conviction that all the rest can follow – a government based on trust, a tax system rooted in solidarity, and the sustainable investments needed to secure our future. And all this just in time to be prepared for the biggest test of this century, our pandemic in slow motion – climate change.
Nobody knows where this crisis will lead us. But compared to the last time, at least we’re more prepared.