Imaginar un nuevo Bretton Woods
La posibilidad de desarrollar un nuevo Bretton Woods destinado a favorecer una economía estable y justa depende de la decisión política. La crisis de 2008 generó pedidos de un sistema financiero global que limite los desequilibrios comerciales, modere los flujos de capitales especulativos y evite el contagio sistémico, precisamente el objetivo del sistema de Bretton Woods original. Pero hoy un sistema así sería insostenible e indeseable. ¿Cómo podría ser una alternativa?
Recordando que en 1944 triunfó el esquema de White, por el que se usó el superávit comercial de los Estados Unidos en la posguerra para dolarizar a Europa y Japón, a cambio de que aceptaran un poder discrecional total de Estados Unidos en la política monetaria y el nuevo sistema de la posguerra puso los cimientos de la mejor época del capitalismo, hasta que Estados Unidos perdió el superávit comercial y el esquema de White se vino abajo.
Durante la última década, se ha visto resurgir periódicamente una pregunta muy sencilla: ¿sería el descartado plan de Keynes más adecuado para nuestro mundo multipolar después de 2008? Se le pregunto en 2008 al entonces director de Fondo Monetario Internacional Dominique Strauss-Kahn su opinión y respondió: «Ya hace 60 años, Keynes vio lo que había que hacer; pero era demasiado temprano. Ahora es el momento de hacerlo. ¡Y creo que estamos preparados!».
Sobre todo, el nuevo sistema debería reflejar la idea de Keynes de que la tendencia innata del capitalismo a crear una divergencia entre las economías superavitarias y las deficitarias atenta contra la estabilidad global, los tiempos buenos traen consigo un aumento de superávits y déficits; llegados los tiempos malos, la carga del ajuste cae en forma desproporcionada sobre los deudores, lo que lleva a un proceso de deflación de deuda que primero se ensaña con las regiones deficitarias y luego debilita la demanda en todas partes.
Para contrarrestar esta tendencia, Keynes propuso reemplazar los sistemas donde «el proceso de ajuste es obligatorio para el deudor y voluntario para el acreedor» por uno en que el peso del ajuste caiga simétricamente sobre deudores y acreedores.
La solución de Keynes implicaba la suscripción de todas las grandes economías a una cámara compensadora internacional (la International Clearing Union). Los países participantes conservarían sus monedas y bancos centrales, pero denominarían los pagos internacionales en una unidad contable común (que Keynes bautizó «bancor») y los liquidarían a través de la ICU. La propuesta de Keynes implicaba tipos de cambio fijos, lo que obligaba a instituir mecanismos limitados de sobregiro para los países crónicamente deficitarios y suponía un regateo continuo entre los ministros de finanzas para modificar los tipos de cambio e interés y la presencia de controles financieros rígidos, que dan a los burócratas un enorme poder discrecional sobre las transferencias de capital.
La diferencia con la idea de Keynes, es que ahora se utilizaría una moneda digital común emitida y regulada por el FMI. El Fondo administraría esta moneda sobre la base de un registro de transacciones digital, distribuido y transparente, y un algoritmo para ajustar la oferta total usando una fórmula preestablecida dependiente del volumen de comercio internacional, con un componente anticíclico automático que refuerce el suministro global de la moneda en tiempos de desaceleración general.
Para explotar al máximo el potencial estabilizador del esquema, se introducirían dos mecanismos: en primer lugar, cada año se debitaría de la cuenta en esta moneda de cada banco central un impuesto al desequilibrio comercial, proporcional a su déficit o superávit de cuenta corriente; lo recaudado se aportaría a un fondo común en la ICU y en segundo lugar, las instituciones financieras privadas pagarían un arancel destinado a ese mismo fondo, proporcional a cualquier aumento súbito del egreso de capitales de un país.
El impuesto al desequilibrio comercial motivaría a los gobiernos de los países superavitarios a estimular el gasto y la inversión internos, a la vez que reduciría sistemáticamente el poder adquisitivo internacional de los países deficitarios. Los mercados cambiarios se adecuarían ajustando los tipos de cambio más velozmente en respuesta a desequilibrios de cuenta corriente, lo que cancelaría buena parte de los flujos de capitales que hoy sostienen desequilibrios comerciales crónicos. Asimismo, el impuesto a los «picos» de flujo castigaría automáticamente los ingresos o egresos de capital especulativo a gran escala, sin aumentar el poder discrecional de los burócratas ni introducir controles de capital inflexibles. Esto permitiría un fondo soberano global para inversión, principalmente en energías renovables.