El colonialismo está de vuelta. Bueno, al menos de acuerdo con los líderes políticos de las dos naciones deudoras más famosas. Al comentar sobre la incapacidad de la UE para flexibilizarse en las medidas de recortes sobre el salvaje gasto en Grecia, Alexis Tsipras, líder del partido de Syriza, dijo la semana pasada que su país se estaba convirtiendo en una "colonia de la deuda". Un par de días más tarde, Hernán Lorenzino, ministro de Economía de Argentina, utilizó el término "colonialismo judicial" para denunciar la decisión del tribunal de EE.UU. dentro de la que se contempla que su país pague la totalidad de los "fondos buitres" que habían mantenido fuera de la reestructuración de la deuda después del 2002.
Mientras que su lenguaje era deliberadamente incendiario, estos dos políticos lograron poner sobre la mesa puntos muy importantes. Tsipras se preguntaba por qué la mayoría de las cargas de ajuste para préstamos incobrables recaen sobre el país deudor y, dentro de ellas, afectan principalmente a sus miembros más débiles. Y tiene razón. Como se suele decir, se necesitan dos para bailar un tango, así que aquellos que condenan a Grecia por endeudamiento imprudente también deberían condenar a los prestamistas imprudentes que lo hicieron posible.
Lorenzino, por su parte, se cuestionaba sobre cómo podemos dejar que una sentencia judicial en un país extranjero actué en favor de un pequeño grupo de acreedores (que compró la deuda en el mercado secundario) y descarrile dolorosamente un proceso de ingeniería de recuperación nacional. Lo absurdo de esta situación se hace evidente si se considera que, en parte gracias a la reestructuración de la deuda, Argentina creció 7% anual en promedio la década pasada siendo el país de América Latina con crecimiento más rápido crecimiento entre 2003 y 2011.
Pero hay mucho más en juego que el bienestar nacional tanto de Grecia como de Argentina, por muy importantes que estos sean. El problema de la deuda griega es que no sólo ha arrastrado a Grecia, sino a toda la zona euro, y con ella la economía mundial. Si la deuda griega se reduce rápidamente a un nivel manejable a través de la reestructuración, la zona euro estaría en una posición mucho mejor a la hoy. En el caso argentino, no se compromete sólo el fin de la recuperación de Argentina, sino que también existe temor por las turbulencias que pueda provocar un fallo cuestionable del tribunal de los Estados Unidos a los mercados financieros. Muchas personas argumentan que, por lamentable que sean, estas situaciones son inevitables. Sin embargo, cuando se trata de problemas de la deuda al interior de los países, en realidad no se permiten que estas situaciones se desarrollen. Todas las leyes nacionales de quiebra le permiten a las empresas con problemas de deuda demasiado grandes declararse en bancarrota. Una vez que estas se declaran en quiebra, la compañía deudora y sus acreedores se ven obligados a trabajar conjuntamente para reorganizar los negocios de la compañía, de acuerdo a reglas claras.
Desafortunadamente, no existe un mecanismo como éste existe para los países, lo cual ha hecho que la crisis de deuda soberana sea tan difícil de manejar. Como los países no tienen ningún tipo de protección legal contra los acreedores, estos suelen retrasar la reestructuración de sus economías con la esperanza (generalmente incumplida) de que la situación de acumulación de deuda se resolverá de alguna manera. Esto provoca que el problema de la deuda sea más grande de lo necesario.
Lo peor es que los países se enfrentan a una dura elección, dado que oficialmente no pueden ir a la quiebra. Por un lado corren el riesgo de exclusión del mercado financiero internacional (aunque la evidencia demuestra que los países podrían superarlo rápidamente, como Rusia y Malasia hicieron a finales de 1990), mientras que por el otro pueden optar por default de facto, en el cual fingen que no han dejado de pagar los pagos correspondientes a sus préstamos existentes con dinero prestado por organismos públicos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional y la Unión Europea, mientras negocian la reestructuración de su deuda.
El problema con esta solución es que, en ausencia de un marco legal claro, el proceso de renegociación de la deuda se convierte en largo y puede llevar a la economía a una espiral descendente. Se ha visto esto en muchos países de América Latina en la década de 1980, y lo estamos viendo hoy en Grecia y otras economías periféricas a la eurozona.
Mientras tanto, la ausencia de normas que protejan los salarios y los derechos laborales provoca que los actores más débiles –a través de la reducción en gasto social, es decir, pensiones, seguro de desempleo, subsidios – sean los más afectados. Esto crea malestar social, que a su vez amenaza a la recuperación al desalentar la inversión.
No se trata de que se condone la deuda per se al introducir una ley de bancarrota corporativa. Es porque se ha reconocido que en el largo plazo, los acreedores –y la economía en general, también– podrían beneficiarse más con una reducción en la carga que provoca la deuda sobre las naciones, y que esto sirva para una reestructuración y un nuevo comienzo en lugar de provocar una desintegración de manera desordenada.
Ya es hora de que se apliquen los mismos principios a los países y que se introduzca una ley de quiebra soberana.