Las recientes alertas por polución del aire en la Ciudad de México se han vivido en el resto de América Latina con una suerte de empatía: pocos rincones urbanos del continente desconocen lo que es respirar aire impuro. Y, sin embargo, la situación dentro del mismo es más variopinta (y quizás incluso menos mala) de lo que muchos piensan. Los datos son claros: la polución es un problema en esta parte del mundo, y los avances para reducirla han sido insuficientes. Pero los ha habido, lo que demuestra que no es objetivo inalcanzable.
Si lo medimos por emisiones de partículas PM2.5 (de un grosor lo suficientemente ínfimo como para mantenerse por largo tiempo en el ambiente), el panorama continental pone a México, Venezuela y Bolivia en niveles de polución sustancialmente peores que los de sus vecinos paraguayos o panameños. En el nivel urbano, algunos puntos destacan para mal: el área metropolitana de Lima, Brasilia o Mexicali, grandes absorbentes de tráfico rodado. Pero es igualmente importante no perder la perspectiva al observar este mapa: no es en América donde están los grandes focos de polución del mundo. Egipto, Arabia Saudí, Nigeria o Mauritania y, en general, la franja del mundo que va desde la costa occidental de África hasta la frontera entre China y Corea contienen núcleos de contaminación ambiental mucho más saturados que el país latinoamericano más saturado. Para interpretar estos datos es imprescindible tener en cuenta que la relación entre grado de desarrollo económico y polución sigue un patrón de montaña: en las primeras etapas del crecimiento éste suele traer más emisiones mientras se prioriza la construcción industrial sobre los criterios medioambientales; llegado el país a un pico de desarrollo (y polución), la curva comienza a descender conforme se implementan tecnologías más limpias. ¿Está Latinoamérica escalando, o ya en descenso?
Por un lado, ninguno de los dieciocho estados latinos más grandes está en el nivel anual medio de exposición a partículas recomendado por la OMS (10 PM2.5). Pero, al mismo tiempo, resulta que cuando observamos la relación entre PIB per cápita y polución en el continente, esta es nítidamente negativa: quizás el descenso ha comenzado, ayudado por el crecimiento económico.
Todo ello no es óbice para que cada punto extra en el nivel de exposición a partículas reste de media cuatro meses de esperanza de vida. De hecho, cuando uno observa los efectos de la polución sobre la salud, más que esta por sí sola, la situación de Latinoamérica se vuelve más compleja.
Sabemos que las partículas en suspensión tienen un efecto particularmente nocivo sobre el aparato cardiorrespiratorio, causando un mayor número de fallecimientos prematuros en las poblaciones que viven con su corazón y sus pulmones en ambientes cargados. Los investigadores Hannah Ritchie y Max Roser (Universidad de Oxford) han recopilado el grado de relación entre la exposición a este tipo de partículas y las muertes que podrían estimarse como tempranas dada la existencia de polución.
No debería sorprender que dicha relación sea positiva. Pero lo interesante es que no lo es por igual en todos los países. Parece que en los más ricos (obviando a aquellos que viven del petróleo, contando con un nivel de emisiones lógicamente mayor) está por debajo. Si tomamos el PIB per cápita como aproximación al acceso a sistemas de salud y otras tecnologías que minimizan el impacto de la polución, parece que hay un punto a partir del cual cada partícula extra importa cada vez menos porque existen más medios para proteger a la población.
Si ponemos a los países latinoamericanos en el marco que va de las dos grandes naciones en desarrollo del mundo (China, India) a uno de los motores económicos de Europa (Francia), obtendremos una imagen más clara: aún en Venezuela o México, los países cuya población está perdiendo más años de vida saludable por la polución en Latinoamérica, la situación es sustancialmente mejor que en los gigantes asiáticos. En el otro extremo, Nicaragua, Paraguay y Honduras están cerca de Francia.
Pero algo distingue a estas tres últimas naciones de, por ejemplo, Panamá o Costa Rica: la tasa de muertes por combustibles en el hogar es mucho más elevada. Junto a Guatemala, Bolivia o El Salvador, el uso de leña y carbón en los hogares de todos ellos es aún lo suficientemente alto como para que su incidencia en la salud sea mucho más elevada que entre sus vecinos. Ese mismo era el factor, de hecho, que ponía a Coyhaique, en los Andes chilenos, como la ciudad con más polución en la lista de la OMS.
Esto también nos da una pista sobre qué grupos poblacionales tienden a sufrir en mayor medida los efectos de la polución: aquellos que disponen de menos recursos para acceder a tecnologías alternativas, o para residir en viviendas y en áreas urbanas con ambientes más limpios.
Afortunadamente, la incidencia de este tipo de combustibles ha disminuido a lo largo y ancho de Latinoamérica sin excepciones en las últimas décadas. Sin embargo, no puede decirse lo mismo de las muertes atribuibles a partículas PM2.5 en el ambiente o a las emisiones de ozono.
Es aquí donde se ve cómo de desigual es realmente el saldo continental, y donde podemos matizar la impresión inicial de descenso de la montaña de la polución. Las ganancias son tan heterogéneas como las pérdidas, y los costos pagados en vidas son todavía bastante altos.
Los avances técnicos favorecidos por el crecimiento económico son sin duda una enorme fuente de esperanza para lograr que las mejoras sean más parejas. Pero mientras llegan hay un debate necesario en los costes que estamos dispuestos a pagar. Aquí están cifrados, de manera cruda, en vidas que se podrían haber salvado. Es la medida adecuada, pero solo si no nos dejamos llevar por la ingenuidad y asumimos que en el otro lado de la balanza están todas esas vidas que pudieron crecer gracias a los causantes de la polución. Detrás de cada partícula lanzada al ambiente que se puede colar en nuestros pulmones hay una acción humana que se beneficia de ello: un vehículo, una cocina, una empresa en marcha.
Probablemente ha llegado el momento de recalibrar los pesos a través de acciones políticas, como lo han hecho en años recientes México, Chile, Colombia o Argentina. Los cuatro estados han implantado alguna forma de precio o impuesto sobre las emisiones en años recientes. Pero cualquier mecanismo que sirva para reequilibrar la balanza, que ponga precio a las consecuencias negativas del desarrollo, debe ser lo suficientemente preciso como para que sea asumido por quien más se beneficia de la situación actual y dispone de una mayor capacidad de pago. Si no, se podría dar la paradoja de que terminen por asumir el nuevo coste con sus bolsillos quienes ya estaban pagando el antiguo con su calidad de vida.