Tuvo que llegar una terrible pandemia para decirnos que la sociedad existe. Que somos seres humanos, de carne y hueso, y que nos necesitamos los unos a los otros. El coronavirus nos exige amor y solidaridad. Hoy rechazamos los comportamientos egoístas, los que especulan con el alcohol gel y las mascarillas de protección. Y, al mismo tiempo, aplaudimos la dedicación incansable de los trabajadores de la salud que, más allá de su vida personal, se entregan por entero en ayuda del próximo.
El coronavirus ha tenido el mérito de despertarnos de esa pesadilla que instaló la Primera Ministra de Gran Bretaña, Margaret Thatcher, cuando afirmaba, en pleno auge de su carrera política: “La sociedad no existe, solo existen hombres y mujeres individuales”.
En 1980, la Sra. Thatcher, y luego Ronald Reagan, inspirados en los economistas Hayek y Milton Friedman, impulsaron el modelo del sálvese quien pueda en sus países -el neoliberalismo-, que se extendió al mundo entero. Incluso antes, con Pinochet, el modelo neoliberal se había impuesto en Chile a sangre y fuego y, posteriormente, ya en democracia, fue asumido plenamente por la mayoría de los políticos y economistas chilenos.
En los últimos 40 años el neoliberalismo ha vivido su mayor gloria, muy especialmente en nuestro país. Ha convertido a los seres humanos en individuos egoístas, que luchan unos contra los otros. No vivimos una economía de mercado, sino una sociedad de mercado, en que los individuos, al igual que las empresas, compiten salvajemente para enriquecerse, consumir y/o alcanzar posiciones de poder.
Negar la sociedad, dudar que necesitamos a quienes nos rodean es negar que somos sujetos sociales, parte de una comunidad con la que compartimos, con la que sufrimos, con la que vivimos. Y, precisamente, el coronavirus lo ha puesto en evidencia.
Hoy día el miedo al virus recorre pobres y ricos, porque la muralla que nos separaba ha sido derribada por la pandemia. Y, para enfrentar el virus no hay más alternativa que enfrentarlo unidos. Aunque estamos lejos de reducir las diferencias de clases, se requiere solidaridad y reglas comunes de comportamiento, para que las personas puedan sobrevivir.
El coronavirus entrega también una lección a clase política y a ese Estado mínimo que se construyó en Chile y el mundo en las últimas décadas. La vida y no el crecimiento económico siempre debieran estar en el centro de nuestras preocupaciones. Por ello, aunque existe crecimiento, las desigualdades y abusos ponen en cuestión la fragilidad de la sociedad y no sólo en salud, sino en protección social, en general. En efecto, el coronavirus nos enferma a todos por igual y por tanto resulta inútil un sistema de salud que diferencia entre pobres y ricos.
En cierta forma, el coronavirus nos ha igualado un poco y hace justicia frente a las injusticias del modelo económico dominante. Ahí están las iniciativas populares que fortalecen nuestra resistencia ante esta la pandemia. Allí está el aplauso diario a quienes hoy están en la primera línea desafiando la infección y el agotamiento. Están también las iniciativas de apoyo mutuo entre vecinos, especialmente aquellas que tratan de ayudar a las personas mayores. La solidaridad ha crecido, porque frente a la tardanza de ciertas decisiones gubernamentales, la ciudadanía es la que toma decisiones en los barrios y municipios
Con la pandemia, y antes con la rebelión social del 18 de octubre, ha quedado en evidencia en nuestro país que jóvenes, mujeres y hombres se sienten parte de un colectivo más amplio, se piensan como seres sociales y políticos, dispuesto a la colaboración. Se sienten parte de la sociedad. Rechazan el individualismo que promueven el Estado mínimo y el modelo económico en que empresas, bancos y bolsas de comercio, apoyados por los medios de comunicación agobian nuestra existencia con la competencia y el dinero.
Son tiempos de solidaridad. Tiempos para entender lo injusto de haber intentado precarizar la sanidad pública en nuestro país y para pensar también la injusticia que significa una educación para ricos y pobres, así como la urgencia de terminar con las pensiones miserables de nuestros ancianos, los más sufrientes con el coronavirus. Vivimos tiempos que muestran que no somos, como dijo la Thatcher, sólo hombres y mujeres aislados. El coronavirus es la prueba más evidente que la sociedad existe. No sólo ahora, sino ahora y siempre.