El dólar estadounidense ha sido el refugio último del mundo financiero durante casi un siglo. Ninguna otra divisa prometía el mismo grado de seguridad y liquidez a los patrimonios. En tiempos de borrasca, inversores asustadizos y bancos centrales prudentes por igual elegían acumular activos denominados en dólares, en particular bonos del Tesoro de los Estados Unidos. Pero es posible que eso esté cambiando.
La caótica gestión del presidente estadounidense Donald Trump dañó seriamente la confianza en el billete verde. Después de su discurso inaugural ante los millones de una multitud fantasma, Trump buscó pelea con un gobierno tras otro (incluidos aliados como Australia y Alemania). Y ahora, acercó al mundo al abismo de una guerra nuclear dándose de cornadas con el dictador norcoreano Kim Jong-un.
Al dólar le aguarda una dura prueba. ¿Seguirán los inversores internacionales poniendo su dinero en el país cuyo líder provoca ruidosamente al Reino Ermitaño con amenazas de «fuego y furia», o buscarán refugio financiero en otro lugar?
Nunca antes desde la Segunda Guerra Mundial hubo tantas dudas sobre la seguridad del dólar. Durante la posguerra, los mercados financieros estadounidenses, extraordinariamente grandes y bien desarrollados, eran una promesa de liquidez incomparable, acompañada por garantías de seguridad geopolítica, al ser Estados Unidos la potencia militar dominante. Ningún país estaba en mejor posición para proveer activos de calidad seguros y flexibles, en la escala demandada por el sistema financiero global. Como señaló la estratega de inversiones neoyorquina Kathy A. Jones al New York Times en mayo de 2012: «Cuando la gente se inquieta, todos los caminos conducen a los bonos del Tesoro».
El estallido de la burbuja inmobiliaria estadounidense en 2007 viene muy bien a cuento. Todos sabían que la crisis financiera y la posterior recesión habían empezado en Estados Unidos, y que el casi derrumbe de la economía global fue responsabilidad de este país. Sin embargo, incluso en lo peor de la debacle, los mercados estadounidenses fueron inundados por una oleada de capitales que hizo posible la respuesta de la Reserva Federal y del Departamento del Tesoro.
En los últimos tres meses de 2008, la compra neta de activos estadounidenses superó los 500 000 millones de dólares (tres veces más que en los nueve meses precedentes). En vez de depreciarse, el dólar se fortaleció. El mercado de bonos del Tesoro quedó como uno de los pocos sectores financieros que seguían operando sin problemas. Incluso después de que la agencia de calificación crediticia Standard & Poor’s degradó los títulos del Tesoro (en respuesta a un breve cierre de la administración pública a mediados de 2011), los inversores extranjeros siguieron comprando dólares.
El pico de demanda de dólares de hace diez años puede atribuirse en gran medida al temor: nadie sabía cuánto podían empeorar las cosas. Hoy puede decirse lo mismo de la escalada de confrontación entre Estados Unidos y Corea del Norte. Pero ¿se repetirá la historia, acudirán otra vez los inversores a refugiarse en el dólar?
La respuesta corta: mejor no fiarse. Los mercados llevan meses señalando que desconfían de Trump. En este punto, el temor a una nueva crisis puede precipitar una fuga de capitales en detrimento del dólar, y si eso sucede, además de un conflicto militar en potencia, Estados Unidos tendrá que vérselas con una crisis cambiaria.
Riesgo que parecía sumamente lejano en las semanas inmediatamente posteriores a la sorprendente victoria electoral de Trump en noviembre pasado. De hecho, antes de terminar el año, las expectativas de desregulación a gran escala, rebajas impositivas y estímulo fiscal (mediante gasto en infraestructura y aumento de partidas para el supuestamente «agotado» ejército estadounidense) provocaron un ingreso de capitales que apreció el dólar hasta niveles que no se habían visto en más de una década. Los inversores daban por segura una mejora del crecimiento económico.
Pero con la administración Trump ahora cercada por escándalos, el impacto de la elección de Trump menguó, y con él, la fe en el dólar. En los primeros doscientos días de gobierno, la moneda estadounidense perdió casi 10% de su valor. Mientras Trump tuitea insensateces, los inversores buscan refugios alternativos en otros mercados, de Suiza a Japón. Esta tendencia comenzó antes del último altercado entre Estados Unidos y Corea del Norte, pero lo que entonces era un goteo, amenaza con convertirse en una correntada que dañará para siempre al dólar.
Por supuesto, es posible que el gobierno de Trump esté buscando debilitar al dólar para que otros asuman el papel de refugio mundial. Pero esa renuncia supondría un error histórico (y peligroso).
La popularidad del dólar como depósito de valor confiere a Estados Unidos un «privilegio exorbitante». Cuando inversores y bancos centrales colocan su patrimonio en bonos del Tesoro y otros activos estadounidenses, Washington puede seguir gastando lo que necesite para sostener sus numerosos compromisos de seguridad en todo el mundo y financiar el déficit comercial y presupuestario.
La mirada política transaccional de Trump tal vez lo lleva a pensar más en los costos de tener una moneda de reserva internacional que en las ventajas. Pero no podrá «hacer a Estados Unidos grande otra vez» bajo la amenaza de una fuga de capitales, ni ejecutar su agenda local enfrentado a sentimientos negativos en los mercados extranjeros.
No habrá nada de «grande» en un Estados Unidos que haya sacrificado su posición dominante en el sistema financiero internacional. Si Trump tensa la cuerda del dólar demasiado, probablemente lo lamentará.